Se acabaron las drogas. (Pausa dramática).
En parte bien, tenía ganas de que
se me empezara a desinflar el careto y de que mi abuela dejara de decir eso de:
“¡Ay! Yo veo a la nena muy bien, ¡está gordina!”, deslumbrada por el
espectáculo de mis mofletes relucientes de cortisona.
Pero por supuesto, por todo lo
demás, mal: yo estaba encantada con mi colocón permanente de esteroides, que me
hacía ser la encarnación viviente de todos esos eslóganes insulsos tipo “el
cielo es el límite” y demás. ¿Inyección en la médula? ¡Venga! ¿Qué hay que
hacer? ¡Me la pongo yo misma! ¿Punción lumbar? ¡No puedo esperar, venid a mí
doctoras!
Muy otra era la actitud con la
que entré al hospital el martes pasado, de vuelta para recibir otra tanda de
quimio en distintos formatos. Mientras la heroica ciudad dormía la siesta tras
el atracón de sidra y chorizo, yo celebraba el martes de campo reencontrándome
con el gotero. Pero ahora, sin el empuje vigorizante de las drugs, todo me daba
canguelo. Intenté sin éxito insuflarme algo de valor pensando en que aquello
era ya de sobra conocido. Pero se me había olvidado un dato fundamental: para
afrontar el paso por el hospital no hay que ser valiente, sino ser, ante todo,
un cachondo mental. A mí la motivación a base de valores como la valentía y la
superación personal lo que hace es ponerme muy nerviosa. La única estrategia
que consigue relajarme es tomármelo todo en clave de humor.
Por eso hoy quiero introduciros a
mi tercer héroe contra el cáncer: Lance Armstrong.
No soy una aficionada al
ciclismo, y puede que esto sea determinante en mi interpretación de la historia
de Lance. El Almirante, en cambio, sí lo es, y por eso una tarde de domingo me
propuso hacer una sesión doble de Armstrong con la película sobre su vida The
Program (2015, Stephen Frears) y el documental La Mentira de Lance Armstrong (2013,
Alex Gibney). Fue así, en una maratón de estas de hacer el gordo, viendo a aquellos
tipos fibrosos desgañitarse montaña arriba mientras nosotros nos apretábamos un
par de pizzas del Domino’s, como supe del auge y caída de Lance Armstrong.
Algunos pensarán que Lance fue el
clásico icono deportivo de superación personal, esfuerzo y valor. El ciclista
diagnosticado de cáncer que contra todo pronóstico no sólo sobrevive sino que
gana siete tours de Francia. Los mismos que le ven así afirmarán también que el
mito se vino abajo cuando admitió que tomaba EPO y fue sancionado y despojado
de sus medallas. Para mí, el carisma de Lance empieza justo en esta parte de la
historia.
Lance es uno de mis héroes contra
el cáncer no por haber superado el cáncer y luego ganado siete tours, sino por
haber superado el cáncer y luego haberse metido toda la caña del mundo y todas
las sustancias que hicieran falta para ganar todo lo ganable, a toda costa. Pensemos
que, después de la cirugía en la que le fue extirpado un testículo, al tipo le
daban menos de un 40% de probabilidades de sobrevivir. Cualquier otra persona
en su situación se habría dado con un canto en los dientes sólo con salir del
paso, volviendo a casa con la firme promesa de no someter su cuerpo nunca más a
ningún tipo de exceso. Pero Lance no. Lance salió del hospital pensando que
decididamente no se había metido la caña suficiente, y fue en busca del Doctor
Ferrari. Lance, eres un cachondo.
Si hubiera ganado sus siete tours
sin EPO, limpio como decía estar, su historia no tendría para mí el mínimo
interés. Sería la historia de un superhombre con superpoderes, un fenómeno de
la naturaleza como las cataratas del Niágara y otras cosas espectaculares que por
lo visto existen. Pero saber que Lance en realidad era un ciclista con ciertas
limitaciones físicas, y que decidió vencer estas a base de hacer trampas, lo
convierte en una figura mucho más cercana. Sobre todo porque estas trampas las
hizo a costa de experimentar con su propia salud.
Me encanta esa actitud de no
amedrentarse ante el susto del cáncer y salir a por más como si nada. Me
recuerda al que sale de un coma etílico para volver a la fiesta al grito de
“¡pónme una copa!”. Es alguien que tiene claro lo que quiere y no deja que el
miedo le lleve a conformarse con menos.
Desde que empezó mi tratamiento
contra la leucemia me he convertido en una farmacia ambulante, o más bien nada
ambulante, ya que estoy tan pocha que mi desplazamiento más largo es de la cama
al sofá. El tratamiento es largo y aún después de éste, pasarán años antes de
que alguien con bata blanca esté dispuesto a decirme que todo ha terminado.
Además, aunque todo vaya de perlas (como está yendo hasta ahora, y toco
madera), me han informado de que mi futura médula adoptada podrá, en cualquier
momento, incluso años después del trasplante, despertarse un día y, sintiéndose
alejada de su cuerpo natal y amenazada por el entorno (a saber, el resto de mi
cuerpo), revelarse y desencadenar una de estas enfermedades que llaman “injerto contra huésped”, que ya
sólo con el nombre recuerdan al título de alguna película chunga estilo Alien
vs. Predator. Con este panorama, el futuro se me antoja un pulcro sendero
marcado por la proximidad de un centro médico e interceptado por continuos
chequeos que confirmen que todo continúa en su sitio. A mí esto no acaba de gustarme
mucho.
Yo, que soy un espíritu libre, no quiero verme convertida en una abuela precoz: quiero campar a mis anchas como en los viejos tiempos. Quiero poder mudarme sin saber dónde está el hospital más cercano o si entenderé el idioma de los médicos que allí trabajan, viajar a países exóticos sin miedo a pillar una cagalera, ir a festivales con un bañador por todo equipaje y descuidar mi higiene personal durante días si me apetece. Porque cuidarse está muy bien, y desde luego yo lo hago más ahora que antes, pero me da pena pensar que con el cáncer perderé para siempre esa inconsciencia juvenil con la que te apuntas a un bombardeo asumiendo que tu cuerpo y tu salud aguantarán cualquier cosa. Yo, que ahora tengo que tomar todas las precauciones del mundo para salir a la calle, quiero recuperar algún día esa inconsciencia, esa ausencia total de preocupación.
Yo, que soy un espíritu libre, no quiero verme convertida en una abuela precoz: quiero campar a mis anchas como en los viejos tiempos. Quiero poder mudarme sin saber dónde está el hospital más cercano o si entenderé el idioma de los médicos que allí trabajan, viajar a países exóticos sin miedo a pillar una cagalera, ir a festivales con un bañador por todo equipaje y descuidar mi higiene personal durante días si me apetece. Porque cuidarse está muy bien, y desde luego yo lo hago más ahora que antes, pero me da pena pensar que con el cáncer perderé para siempre esa inconsciencia juvenil con la que te apuntas a un bombardeo asumiendo que tu cuerpo y tu salud aguantarán cualquier cosa. Yo, que ahora tengo que tomar todas las precauciones del mundo para salir a la calle, quiero recuperar algún día esa inconsciencia, esa ausencia total de preocupación.
Además, creo que eso de “ser fan
de lo que hay” implica también un poco de optimismo ingenuo, una confianza
férrea en las cartas que te han tocado incluso cuando éstas han dado señas de
ser un poco defectuosas, como le pasó a Lance y como me ha pasado a mí. El ejemplo de Lance nos enseña
que se puede seguir siendo un inconsciente después del cáncer, y por eso me cae
tan bien.