lunes, 30 de mayo de 2016

El bueno de Lance

Se acabaron las drogas. (Pausa dramática).

En parte bien, tenía ganas de que se me empezara a desinflar el careto y de que mi abuela dejara de decir eso de: “¡Ay! Yo veo a la nena muy bien, ¡está gordina!”, deslumbrada por el espectáculo de mis mofletes relucientes de cortisona.

Pero por supuesto, por todo lo demás, mal: yo estaba encantada con mi colocón permanente de esteroides, que me hacía ser la encarnación viviente de todos esos eslóganes insulsos tipo “el cielo es el límite” y demás. ¿Inyección en la médula? ¡Venga! ¿Qué hay que hacer? ¡Me la pongo yo misma! ¿Punción lumbar? ¡No puedo esperar, venid a mí doctoras!

Muy otra era la actitud con la que entré al hospital el martes pasado, de vuelta para recibir otra tanda de quimio en distintos formatos. Mientras la heroica ciudad dormía la siesta tras el atracón de sidra y chorizo, yo celebraba el martes de campo reencontrándome con el gotero. Pero ahora, sin el empuje vigorizante de las drugs, todo me daba canguelo. Intenté sin éxito insuflarme algo de valor pensando en que aquello era ya de sobra conocido. Pero se me había olvidado un dato fundamental: para afrontar el paso por el hospital no hay que ser valiente, sino ser, ante todo, un cachondo mental. A mí la motivación a base de valores como la valentía y la superación personal lo que hace es ponerme muy nerviosa. La única estrategia que consigue relajarme es tomármelo todo en clave de humor.

Por eso hoy quiero introduciros a mi tercer héroe contra el cáncer: Lance Armstrong.

No soy una aficionada al ciclismo, y puede que esto sea determinante en mi interpretación de la historia de Lance. El Almirante, en cambio, sí lo es, y por eso una tarde de domingo me propuso hacer una sesión doble de Armstrong con la película sobre su vida The Program (2015, Stephen Frears) y el documental La Mentira de Lance Armstrong (2013, Alex Gibney). Fue así, en una maratón de estas de hacer el gordo, viendo a aquellos tipos fibrosos desgañitarse montaña arriba mientras nosotros nos apretábamos un par de pizzas del Domino’s, como supe del auge y caída de Lance Armstrong.


Algunos pensarán que Lance fue el clásico icono deportivo de superación personal, esfuerzo y valor. El ciclista diagnosticado de cáncer que contra todo pronóstico no sólo sobrevive sino que gana siete tours de Francia. Los mismos que le ven así afirmarán también que el mito se vino abajo cuando admitió que tomaba EPO y fue sancionado y despojado de sus medallas. Para mí, el carisma de Lance empieza justo en esta parte de la historia.

Lance es uno de mis héroes contra el cáncer no por haber superado el cáncer y luego ganado siete tours, sino por haber superado el cáncer y luego haberse metido toda la caña del mundo y todas las sustancias que hicieran falta para ganar todo lo ganable, a toda costa. Pensemos que, después de la cirugía en la que le fue extirpado un testículo, al tipo le daban menos de un 40% de probabilidades de sobrevivir. Cualquier otra persona en su situación se habría dado con un canto en los dientes sólo con salir del paso, volviendo a casa con la firme promesa de no someter su cuerpo nunca más a ningún tipo de exceso. Pero Lance no. Lance salió del hospital pensando que decididamente no se había metido la caña suficiente, y fue en busca del Doctor Ferrari.  Lance, eres un cachondo.

Si hubiera ganado sus siete tours sin EPO, limpio como decía estar, su historia no tendría para mí el mínimo interés. Sería la historia de un superhombre con superpoderes, un fenómeno de la naturaleza como las cataratas del Niágara y otras cosas espectaculares que por lo visto existen. Pero saber que Lance en realidad era un ciclista con ciertas limitaciones físicas, y que decidió vencer estas a base de hacer trampas, lo convierte en una figura mucho más cercana. Sobre todo porque estas trampas las hizo a costa de experimentar con su propia salud.

Me encanta esa actitud de no amedrentarse ante el susto del cáncer y salir a por más como si nada. Me recuerda al que sale de un coma etílico para volver a la fiesta al grito de “¡pónme una copa!”. Es alguien que tiene claro lo que quiere y no deja que el miedo le lleve a conformarse con menos.

Desde que empezó mi tratamiento contra la leucemia me he convertido en una farmacia ambulante, o más bien nada ambulante, ya que estoy tan pocha que mi desplazamiento más largo es de la cama al sofá. El tratamiento es largo y aún después de éste, pasarán años antes de que alguien con bata blanca esté dispuesto a decirme que todo ha terminado. Además, aunque todo vaya de perlas (como está yendo hasta ahora, y toco madera), me han informado de que mi futura médula adoptada podrá, en cualquier momento, incluso años después del trasplante, despertarse un día y, sintiéndose alejada de su cuerpo natal y amenazada por el entorno (a saber, el resto de mi cuerpo), revelarse y desencadenar una de estas enfermedades  que llaman “injerto contra huésped”, que ya sólo con el nombre recuerdan al título de alguna película chunga estilo Alien vs. Predator. Con este panorama, el futuro se me antoja un pulcro sendero marcado por la proximidad de un centro médico e interceptado por continuos chequeos que confirmen que todo continúa en su sitio. A mí esto no acaba de gustarme mucho. 

Yo, que soy un espíritu libre, no quiero verme convertida en una abuela precoz: quiero campar a mis anchas como en los viejos tiempos. Quiero poder mudarme sin saber dónde está el hospital más cercano o si entenderé el idioma de los médicos que allí trabajan, viajar a países exóticos sin miedo a pillar una cagalera, ir a festivales con un bañador por todo equipaje y descuidar mi higiene personal durante días si me apetece. Porque cuidarse está muy bien, y desde luego yo lo hago más ahora que antes, pero me da pena pensar que con el cáncer perderé para siempre esa inconsciencia juvenil con la que te apuntas a un bombardeo asumiendo que tu cuerpo y tu salud aguantarán cualquier cosa. Yo, que ahora tengo que tomar todas las precauciones del mundo para salir a la calle, quiero recuperar algún día esa inconsciencia, esa ausencia total de preocupación.

Además, creo que eso de “ser fan de lo que hay” implica también un poco de optimismo ingenuo, una confianza férrea en las cartas que te han tocado incluso cuando éstas han dado señas de ser un poco defectuosas, como le pasó a Lance y como me ha pasado a mí. El ejemplo de Lance nos enseña que se puede seguir siendo un inconsciente después del cáncer, y por eso me cae tan bien. 


lunes, 16 de mayo de 2016

Mis héroes contra el cáncer, capítulo II: Jack Burton

Llevo ya varias semanas en casa y sin recibir quimio. En cualquier momento me llamarán para ingresar de nuevo, pero de momento hay overbooking en el HUCA y no quedan camas libres. Esta espera está muy bien, porque me da tiempo para recuperarme y coger fuerzas, y mientras no vuelvan a ponerme quimio tengo libertad de movimientos y puedo hacer lo que quiera (ya vendrá luego el arresto domiciliario).

Pero va pasando el tiempo y, pese a todas las comodidades e innumerables ventajas del hogar frente al hospital, hay un pequeño inconveniente: se vuelve uno blandengue. El entorno hospitalario cuenta con un rico programa de entrenamiento en putaditas que al cabo de un tiempo le curten a uno, con el resultado de que al final les pierdes el miedo, o al menos encuentras tu propio sistema para hacerlas soportables (el mío consiste en cantar en alto la canción de guardería “Row your boat”).  

Para empezar, te despiertan a las seis de la mañana para sacarte sangre. Si no tienes teta biónica, primer pinchazo al canto, así para empezar el día con buen pie (eso sí, el desayuno no aparece hasta las nueve, así que mejor que tengas mucho sueño porque si te empieza a entrar la gusa ya no pegas ojo). Si tienes teta biónica, pueden, en cambio, sacarte sangre por tu catéter de forma totalmente indolora. No obstante también puede darse esa temible situación en la que la enfermera, con el ceño fruncido, sentencia que “no sale”: tu catéter se ha obstruido. Horror y susto de muerte en ayunas. A mí esto me ocurrió una vez. Afortunadamente, la experta enfermera me lo supo desobstruir rápidamente (era una obstrucción de poca monta), lo cual no sirvió para evitar que ahora la obstrucción-infección-problema de cualquier tipo con mi catéter se convirtiera en otra de mis paranoias, al nivel de lo de caerse por las escaleras y partirse los piños. De modo que tenemos 2 de 3 posibilidades de empezar el día de una manera más bien horrible. Sigamos.
Si tienes las defensas bajas, lo cual ocurre invariablemente en algún momento del tratamiento de quimioterapia, poco después llega alguien con una aguja para pincharte en un brazo una inyección que sirve para estimularlas. Estas inyecciones son muy simpáticas porque pueden provocar revoltura, dolores óseos y dolores musculares. A mí me lo provocaban todo.  Y todavía faltan dos inyecciones rutinarias más de heparina, una por la mañana y otra después de cenar, para tener la barriga del color de un yogur de arándanos por los moratones que dejan los pinchazos (yo, ahora que me pincho en casa, le he pillado el truco con eso de agarrarme un poco de flotador y ya tengo muchos menos moratones. A mi vuelta espero que el personal consienta en que me pinche yo a mí misma). Por último está eso de convivir con el gotero y luego, la quimioterapia en sí. Ya hace tanto tiempo que no me enchufan uno de esos sobres de color rosa fosforito, que no recuerdo si era o no era para tanto. 

Ahora veo todas estas cosas con renovado respeto, la forma misma en que las describo es de un quejica insoportable. Yo que creía que acabaría siendo como John Wayne, y he retrocedido al patetismo blandengue de siempre. Maldición. Debo recuperar mi paisanaje, y nada mejor para ello que buscar otra vez la inspiración en mis héroes de ficción favoritos. Hoy le toca a Jack Burton, de la gran película Golpe en la pequeña China (John Carpenter, 1986).

Jack Burton, interpretado por Kurt Russel, es un camionero que va esparciendo chascarrillos de su propia cosecha por radio al volante de su Pork Chop Express. Es lo que se conoce como un tipo duro, cachas, con camiseta “imperio” (aunque  estampada con un dibujo de Fu Manchu), un cuchillo escondido en la bota y actitud de indiferencia ante el peligro.


Sí, Jack Burton es valiente, pero ante todo y sobre todo, es un pifias que habría muerto en el minuto dos de la película de no ser por Wang, el chino experto en artes marciales que le acompaña todo el rato. Los que no hayan visto Golpe en la pequeña China pueden conocer a Jack Burton pinchando en este enlace. 

Al poco de ser diagnosticada, allá en la pérfida Albión, el Almirante me envió un mensaje con el texto: “¿Qué le dice Jack Burton al cáncer?” y un vídeo adjunto con una conocida escena de la película, que habíamos visto hacía poco tiempo. Se trata de una escena célebre en la que Jack Burton, antes de enfrentarse a uno de los secuaces de Lo Pan (el malo), le espeta lo siguiente:

Jack Burton: ¿Sabes lo que suele decir Jack Burton en un momento como éste?
Secuaz:  ¿Quién?
Jack Burton: ¡Jack Burton, yo!.  (Pausa en la que entra en la habitación Wang haciendo un salto mortal)  Jack siempre dice: Pero qué pasa?

(Podéis ver el vídeo aquí. https://www.youtube.com/watch?v=yLYEYVuZqM0)
Recomiendo a todo el mundo que vea Golpe en la pequeña China para recuperar el valor perdido. Y si no se ha perdido el valor, también la recomiendo, en general por todo y en particular por:

  • Las frases y pifias de Jack Burton.
  • Los monstruos del submundo chino.
  • La banda sonora, de Carpenter también.
Normalmente soy de la gafapasta opinión de ver las películas en versión original, pero en este caso la verdad es que el doblaje español está muy bien. El doblaje de Kurt Russell lo hace Ramón Langa, que en mi opinión lo borda y le añade aún más cachondeo al personaje. 


lunes, 9 de mayo de 2016

Mis héroes contra el cáncer, capítulo I: Teniente Ripley

Ahora que estoy de vacaciones de quimio, he recobrado energías y ya soy capaz de disfrutar de libros y películas como antes. Cuando estás malito, no tienes energías suficientes para mantener la concentración mínima que requiere seguir una película o leer un texto. En esos casos, a mí me funcionaba muy bien leer cómics. Pero ahora que ya vuelvo a estar en plena posesión de mis facultades, he aprovechado este fin de semana para revisionar alguna de mis películas favoritas, y de paso refrescar la imagen de mis héroes y heroínas personales, que son la mayoría personajes de ficción salidos del mundo del cine. Por eso hoy voy a dedicar esta entrada a uno de mis referentes en mi lucha contra el cáncer y en la vida en general: la teniente Ellen Louise Ripley.


Para el que no esté familiarizado con el cine de ciencia ficción, Ripley es la protagonista de la saga Alien, una mujer fuerte e inteligente, paradigma de valor y sensatez. La batalla que Ripley tiene que librar en cada una de las películas no es sólo contra la amenaza de un ser abominable capaz de acabar con la raza humana en cuestión de horas, sino contra un establishment encarnado en La Corporación Weyland-Yutani y dominado por machirulos incompetentes que la desprecian e ignoran sistemáticamente y son tan inconscientes de pensar que pueden utilizar a los aliens como arma biológica en su beneficio, pasándose por el forro las advertencias de Ripley. Por supuesto, en cuanto los caballeros experimentan en sus propias carnes el contacto con el alien se cagan en los pantalones y entran en combustión soltando toda la retahíla de improperios clásicos de película americana, y ahí es Ripley la única con sangre fría para trazar un plan y acabar con el bicho.

En mi batalla particular contra el cáncer, pensar en Ripley me ha dado fuerzas para sobrellevar distintas adversidades que a ella le parecerían meros trámites. Por ejemplo, cuando me tuvieron que implantar diferentes vías en manos y brazos, procedimientos que a mí me dan una grima tremenda. O cuando me bajaron a quirófano para instalarme mi espléndida teta biónica USB, cuyo nombre real es PORT-A-CATH y por la que estaré eternamente agradecida a mi doctora por habérmela encargado (no sé si lo sabéis, pero las vías en los brazos tienen una vida útil, tras la cual deben cambiártelas porque si no ese brazo puede acabar obstruyéndose y generar una flebitis: inflamación de las venas que suele ir acompañada de la formación de coágulos de sangre en su interior. No suena apetecible, ¿verdad? Esto en cambio no ocurre con un catéter “properly” como el mío, que posee una tecnología más avanzada y por eso requiere ser instalado en un quirófano por un equipo de cirujanos pro. ¡Gracias gente del HUCA y doctora Concha por haberme implantado mi catéter PORT-A-CATH! Además, como ya he dicho, está encima de una teta, como el comunicador de Star Trek. En un mundo ideal, las chinchetas que te ponen para conectarte ahí el tubito de entrada y salida de sustancias, tendrían la forma del símbolo de la Federación. En fin, quizás en un futuro.) 


Pues bien, cuando me preparan para implantarme alguno de estos dispositivos y noto cómo el canguelo amenaza con apoderarse de mí, pienso que Ripley no se inmutaría ante semejante procedimiento rutinario, es más, se lo haría ella misma sin pestañear. Y ese pensamiento, por ridículo e infantil que pueda parecer, me ayuda a tomarme el asunto mucho más a la ligera.

Otra situación que vemos a Ripley afrontar con gran entereza es además una muy habitual en el paciente con cáncer: las náuseas. En Alien 3, Ripley se pasa la peli encontrándose fatal, porque, como descubrirá más adelante al hacerse un escáner, tiene nada menos que una reina alien gestándose en su vientre. O sea, que no sólo se encuentra en una antigua penitenciaría habitada por ex convictos propensos a violarla a la mínima ocasión y con un alien suelto por ahí, sino que además tiene que andar corriendo por pasillos subterráneos para atrapar al alien en medio de sudores fríos y náuseas horripilantes (si ya se pasa mal con un embarazo humano estándar, imaginad lo insano que debe ser estar embarazada de un alien). De modo que cuando tengo mis habituales náuseas matutinas, que transcurren aproximadamente durante las dos horas posteriores a la ingesta de mi sopa de pastillas, miro a mi alrededor y pienso: bien, una casa confortable, una cama cómoda, ningún alien a la vista. Sólo tengo que tumbarme o como mucho prepararme algo de comer para enmascarar el mal sabor de boca. No hay aliens ni corporaciones insensatas dispuestas a traerlos a la Tierra pensando que pueden usarlos de mascota. No tengo que salvar al mundo de una raza depredadora mortífera ni nada de eso. Todo va bien.

Pensar en Ripley también me ayuda cuando tengo que  inyectarme mi dosis diaria de heparina. Por el tema de la trombosis, tengo que auto administrarme esta sustancia mediante una inyección que me pongo todas las noches en la grasilla de la tripa. Para una persona temerosa de las agujas como yo, esta tarea no es muy grata. En realidad no es para tanto, no es apenas doloroso siempre y cuando tengas “dónde agarrar”. Si eres todo fibra y pellejo la cosa se complica, pero yo siempre he tenido un poquitín de grasa debajo del ombligo, y ahora lo aprecio más que nunca. A veces me obligo a comer más de la cuenta para mantener esa cantidad mínima de grasa abdominal, sin la cual las inyecciones serían mucho más dolorosas y complicadas de poner. De todos modos clavarme agujas, por muy indoloro que sea, no es mi pasatiempo favorito. Entonces, en esos días en los que mi faceta blandengue hace que me dé una pereza mortal ponerme la obligada inyección, pienso en Ripley y me armo de valor. Ripley no se acojonaría ante semejante nimiedad. Con este pensamiento, agarro un poco de grasa de mi preciado flotador y sin más miramientos me clavo la aguja y aprieto el émbolo.

Con todo esto, no es de extrañar que hayan proliferado pósters y camisetas con el lema: What would Ripley Do? (En cristiano: “¿Qué haría Ripley?”). Creo que el mundo iría mejor si, en busca de orientación espiritual, nos formuláramos esa pregunta más a menudo. Por supuesto, en general defiendo que cada uno ejercite su propio raciocinio y elabore un criterio propio con el que regir sus acciones, blablabla. Pero para todos aquellos que voluntariamente eligen estar desinformados y actuar como masa, mucho mejor Ripley que, por ejemplo, Belén Esteban, Mario Vaquerizo o cualquiera de las conocidas y terroríficas celebridades salidas de la parrilla de televisión. El lema “¿Qué haría Ripley?”, además, sirve tanto para un roto como para un descosido: Qué carrera escoger, qué comida a domicilio pedir, qué sendero tomar en la vida, qué me pongo para salir…


Ahora que se acercan tiempos de elecciones, también es muy buen lema para retar a los indecisos a que miren en su interior y hagan algo con su voto, si no algo fundado en su criterio personal e intransferible, quizás sí algo basado en lo que Ripley hubiera hecho de vivir en la España de 2016. Uno empieza a ser bombardeado por la propaganda política de unos y otros y, antes de sucumbir al bloqueo, a la náusea existencialista de la que hablaba Sartre, se pregunta: ¿Qué haría Ripley?
Posiblemente, prenderle fuego a todo. Y, visto así, quizás no sería mala idea empapelar los colegios electorales con pósters de Qué haría Ripley y la imagen de Sigourney Weaver empuñando un lanzallamas. ¿Quién se apunta?




martes, 3 de mayo de 2016

Gotero y yo

Una de las  mejores cosas de estar de vuelta en casa después de  más de un mes viviendo en un hospital es haber perdido de vista al gotero por unos días. Este es mi gotero.




Yo le llamo el árbol de Navidad. De él cuelgan todo tipo de botellas y sobrecitos de los que parten sus respectivos cables. Estos cables tienen a su vez pequeñas roscas regulables, y todo ello iba conectado a mi teta izquierda veinticuatro horas al día. Es como llevar un árbol de navidad rodante al que persigues intentando engancharle las luces.


Esa cosa azul cuadrada es una bomba que, para funcionar, necesita estar conectada a la corriente eléctrica, o sea el clásico enchufe de la pared. Además de las inyecciones en distintas posturas teatrales, la quimio me la ponen también por el gotero: un sobrecito naranja cuyo contenido es del color de la gelatina de fresa. Aquí entra en juego la bomba, que va dosificando el sobre a lo largo de  poco más de un día. Durante ese día estoy doblemente enchufada: de la teta al gotero, y del gotero al enchufe de la pared. Huelga decir que el enchufe de la bomba es el típico enchufe negro, gordo y odioso que exige tanto maña como fuerza para insertarse y extraerse de la toma de corriente. Cada vez que necesitas ir al baño tienes entonces que desenchufarte, recoger el cable negro gordo y hacer con él un ovillo para que no arrastre, y desplazar al árbol de Navidad contigo. Con tantas botellas regándome a diestro y siniestro, además, no paraba de mear. El gotero era así mi complemento menos favorito de entre todos los  chismes y artilugios modernos con los que mi habitación futurista venía equipada.  

Creo que he mencionado ya que soy lo que se conoce como una persona caguica: no me atrevo a saltar al agua desde el Gallo en Luanco, nunca he sabido hacer el pino puente y me da miedo montar en monopatín. Esto se debe a un terror cerval al dolor físico que, bien mirado, es más bien un instinto conservador: nunca me he roto nada, ni un triste esguince, y hasta esto de la leucemia nunca había pisado un hospital salvo para algún chequeo rutinario de rigor. El éxito de este instinto mío consiste en su poder gráfico: no puedo evitar imaginarme escenas de accidentes horribles que pueden ocurrir en situaciones ordinarias y aparentemente poco arriesgadas. Por ejemplo, tiendo a imaginarme rompiéndome la piñata al caerme por las escaleras. La visión de mi boca rota y sanguinolenta me hace así extremar la precaución cuando aparecen escaleras en mi camino, y, como resultado, no me caigo o, si lo hago, es de forma patética, por etapas y entre grititos en falsete, terminando con mi culo como amortiguador en lugar de los preciados dientes. Pues bien: mi instinto conservador detectó una potencial amenaza en el gotero tras el incidente que os voy a relatar.

Mi primera noche en el HUCA me desperté de pronto a eso de las cuatro de la mañana, soñando que me meaba desesperadamente. Volviendo a la realidad no sin cierta confusión, decido ir al baño, gotero a cuestas, para remediarlo. Hay que decir que además de caminar gotero en mano cual callado de personaje bíblico, mis andares en aquellos principios eran un poco estilo vieja decrépita, porque mi pierna aún se estaba recuperando de la trombosis con la que empezó todo este jaleo. Como colofón, tampoco puedo sentarme cómodamente y orinar en la taza del váter como una persona normal: en su afán medidor, los médicos me piden que deposite mi pis en un bote de plástico que vive en el cuarto de baño y que las enfermeras vacían de vez en cuando, contabilizando mis fluidos esta vez en sentido salida. Así que ahí llego yo al baño, haciendo rodar el gotero del que cuelgan cables transparentes de varios tipos que desembocan en mi mano izquierda, por aquél entonces mano biónica predecesora del catéter actual. Enciendo la luz y, medio grogui, busco el bote donde he de almacenar mi meada, en el que hay ya un poco de mi orina de antes de dormir. En cuestión de segundos, un movimiento torpe tratando de coger el bote sin tocar con él al gotero y sus cables genera una explosión de pis que inunda suelo, pijama, vendajes y vías de brazos. Es la fiesta del pis. Todo muy higiénico. Intento secar el escenario con papel, pero ya desde la taza, tirando la toalla y riéndome de la situación (recordemos que me estaba meando desesperadamente, me merecía sentarme de una buena vez).

La cosa se resuelve sin más problemas: aprieto el botoncito rojo, la dulce enfermera Ana aparece y me cambia la vía y los vendajes con la suavidad de un anuncio de Dodot, me limpian el baño, me reponen el papel higiénico. Nadie me riñe, todo son buenas caras.  Eso sí, ya no pego ojo en toda la noche.

Después de la faena del pis consideré necesario adoptar algún tipo de estrategia de convivencia con el gotero. Cuando tu teta derecha va enchufada a un árbol de Navidad, un tirón por accidente puede ser fatal (aquí yo me imaginaba escenas gore de pechos siendo arrancados por un gotero arrastrado al ruedo en dirección opuesta). No conviene librar una lucha abierta con un trasto que me persigue las 24 horas del día y que además sabe hacer la zancadilla. ¿Qué hacer, pues, contigo, Gotero? Recuerdo entonces la frase de Maquiavelo: “Ten cerca a tus amigos, pero aún más cerca a tus enemigos”. Al gotero hay que tenerlo vigilado de cerca para que no la arme.  Si estás ingresado y eres usuario de un gotero, éste ha de ser tu principio rector.

Además, estos son algunos otros consejos que deberé recordar cuando vuelvan a enchufarme al árbol:

1. Lleva siempre una pinza para sujetarte los cables a la ropa y evitar tirones.
2. El suelo del baño está en curva, el gotero ha de aparcarse bien mientras te duchas o usas el WC, para evitar que ruede a sus anchas.
3. Los goteros de palo blanco y sólido son muy codiciados porque ruedan mucho mejor que los negros enclenques. No obstante, hacen más la zancadilla. Hay que estar pendiente de no tropezar cuando se camina con ellos al lado, mantenlo siempre a una distancia prudencial de tus pies.
4.Puedes poner tus zapatillas encima de las aspas de las ruedas, es mejor que en el suelo ya que el gotero tropezará con ellas si las encuentra en su camino.
5.Hazte con un ladrón-alargador para enchufarte y desenchufarte más cómodamente de tu gotero. Puedes tener el ladrón en la cama y enchufarte ahí en lugar de a la toma de la pared, que es más aparatosa e incómoda.

Pero todas estas precauciones pueden esperar al lunes que viene. Por otra parte, tampoco vamos a demonizar al gotero: se requiere un talento especial y toneladas de mala suerte para tener un accidente real con él, lo que pasa es que yo, como ya he dicho, soy una caguica y me falta un verano. Además el árbol tenía también sus buenos momentos. Como cuando llevaba puesto mi adorno favorito, el bocata de tortilla. Es este de la foto. No sé muy bien lo que es ni para qué sirve, sólo que me lo enchufaban en días alternos y que es muy simpático porque va envuelto en papel albal. Me pregunto si el lunes que viene tocará bocata o no.