jueves, 16 de junio de 2016

Pelucones

Una de las consecuencias más escandalosas y conocidas de la quimioterapia es que se te cae el pelo.  Yo siempre me había imaginado que si algún día me tocaba a mí la papeleta, llevaría pelucas de colores, de rigurosa procedencia de tienda de disfraces. Las pelucas de verdad, el pelucón con pretensiones, siempre me dio un poco de repelús, como los animales disecados. Esta aversión se me desmadró cuando vi Taxidermia, la película más repulsiva que he visto jamás (mucho más incluso que Holocausto Caníbal y Braindead: Tu madre se ha comido a mi perro, y sí, incluyendo la escena de las natillas). Probablemente no la hubiera visto de no ser por mi ignorancia supina, que me llevó a pensar que probablemente sería alguna loca comedia europea en torno al gremio de los taxistas. Craso error. Aquella noche aprendí el significado del término “taxidermia”, que no tiene nada que ver con ningún vehículo a motor.

Pero volvamos al tema que nos ocupa: mi melón. Gracias a mis amigos y a las tiendas de disfraces de la ciudad de Oviedo, me estoy haciendo con una colección de pelucas digna de una exposición en el Caixa Forum. Tengo pelucas de Elvis, estilo siglo XVIII, de Tina Turner, de payaso, estilo afro, y por supuesto las clásicas pelucas de putón verbenero. Estas últimas son mis favoritas a la hora de salir a la calle, por su combinación de alegre colorido y peinado relativamente convencional (normalmente un bob) que al lado del tupé de Elvis es mucho más cómodo y discreto. Así que cuando salgo al mundo exterior, normalmente llevo alguna peluca plasticosa de color fosforito.

Mis pelucas coloridas despiertan curiosidad e interés entre los habitantes de Oviedín. Yo pensaba ingenuamente que sería evidente a mis conciudadanos que si llevo semejante pinta es porque no tengo pelo, y que asociarían peluca a cáncer con poco esfuerzo. Pues no. Yo no había tenido en cuenta en mis cálculos que cuando salgo a la calle es porque estoy en un día de los buenos y me encuentro bien, y la gente, al ver a una joven aparentemente lozana y con el pelo azul, rosa o rojo fosforito, en lo último que piensa es en quimioterapia. Así que voy por ahí despertando miradas curiosas, a veces un poco reprobadoras (como cuando fui al banco a hacer no sé qué y tuve la mala suerte de encontrarme a una empleada con un tipo de palo especialmente largo y metálico inserto en el trasero), y cotilleos en general. Eso sí, siempre se me acerca algún niño a manifestarme su aprobación, sobre todo cuando llevo la peluca azul. Les chifla.

Por desgracia, ir por ahí dando la nota no siempre me apetece. Casi nunca, de hecho. Prefiero la sana discreción. Así que el otro día probé la opción II: ir “en tarro”. Aquella tarde me sentía yo muy empoderada y dispuesta a patear estereotipos patriarcales. Me imaginaba respondiendo a posibles curiosos cosas como “¿cáncer? no, es que soy la reina Borg. Baja tus escudos y rinde tus naves. Sumaré tus características biológicas y tecnológicas a las mías. Tu cultura se adaptará para servirme. Toda resistencia es inútil.” Pero no fue así, claro. Para empezar, el ovetense promedio no tiene ni idea de quién coño son los Borg. Lo que sí tienen son una cosa potencialmente mucho más destructiva: niños.



Los niños parecen tenerlo todo muy claro, y por eso nos gustan. Pues bien, los mismos niños que aprueban con sus comentarios chillones mis pelucas de colores pueden ser también muy tajantes en su censura del no-pelo.  Mi encuentro con el niño censor fue además en una situación un tanto incómoda, de la que no me podía zafar subiendo el volúmen y apretando el paso cual adolescente huidizo, porque estaba en plena conversación con una de las personas que iban en el grupo al que pertenecía el niño en cuestión. Es decir: la típica situación en la que te encuentras con un conocido y, mientras habláis, los acompañantes normalmente esperan educadamente a un lado antes de que cada uno siga su rumbo. Pero esta vez los acompañantes, en vez de esperar educadamente, mantenían una conversación paralela entre ellos que giraba en torno a mi persona. Así que yo no sabía si seguir conversando con mi principal interlocutor (conversación A)  o meter baza también en la conversación paralela (B), ya que ésta se estaba desarrollando en mis narices conmigo como protagonista.  La conversación A era la típica conversación agradable y cordial con persona que no veía desde hace tiempo, la cual con toda su buena intención me da ánimos y me dice que me ve estupenda. La conversación B transcurría entre un niño de unos tres años y su mamá, y era más o menos así:

Niño (ceño fruncido): ¿Quién es esa?

Mamá: Es Rosa. ¿No te acuerdas de ella?

Niño: No. ¿Por qué está calva? (ceño fruncido nivel 2, mirada torva tipo “Qué está pasando aquí y por qué no he sido debidamente informado”)

Mamá (tono de voz dulzón no apto para diabéticos):  Es porque a veces, cuando te pones muy malito, se te cae el pelo. Pero ¿a que está guapa igual? (gracias mami por este último detalle, seguro que dice que sí).

Niño (mirada de incomprensión absoluta hacia su madre y su manifiesto mal gusto): ¡¡No lo está!! ¡¡Es muy fea!!

Yo, en pleno acceso de ansiedad social, me limité a sonreír nerviosamente y balbucir algún comentario torpe tratando de dar a entender que me parecía un niño riquísimo, mientras mentalmente dirigía la mirada al cielo suspirando “Ay, Herodes”.  Un niño de mierda acababa de dar al traste con mi discurso antipatriarcal y mi alopécico empoderamiento. Great.

Claro que el problema no era del niño, que bien por él y su derecho a ejercer la libre expresión y a disfrutar de las ventajas de su edad, sino mía y de la debilidad de mi propio criterio estético. Yo quería ir de reina Borg, pero la reina Borg se habría limitado a sonreír malévolamente a la criatura, pensando en su fuero interno que pronto aquel ser opinante sería convertido en un zombi biónico servil a los objetivos de la colmena. Por desgracia no soy la reina Borg. De momento, lo que soy es una persona que no puede salir a la calle sin llamar la atención de una manera u otra. A no ser que… A no ser que supere mi aversión a la taxidermia y me compre una peluca como dios manda, fundiéndome así entre la multitud con mi falso pelazo. Puede que lo haga.

Hasta entonces, si ven a una chica bajita con el pelo fosforito, absténganse por favor de hacer comentarios y sepan que sí, en efecto, soy una bailarina de streaptease y me dirijo a mi puesto de trabajo a corromper con mis contoneos las mentes puras de vuestros hijos, padres y esposos, procediendo a continuación a comérmelos vivos. Gracias.