Una de las consecuencias más escandalosas
y conocidas de la quimioterapia es que se te cae el pelo. Yo siempre me había imaginado que si algún día
me tocaba a mí la papeleta, llevaría pelucas de colores, de rigurosa
procedencia de tienda de disfraces. Las pelucas de verdad, el pelucón con
pretensiones, siempre me dio un poco de repelús, como los animales disecados.
Esta aversión se me desmadró cuando vi Taxidermia, la película más repulsiva que
he visto jamás (mucho más incluso que Holocausto
Caníbal y Braindead: Tu madre se ha
comido a mi perro, y sí, incluyendo la escena de las natillas).
Probablemente no la hubiera visto de no ser por mi ignorancia supina, que me
llevó a pensar que probablemente sería alguna loca comedia europea en torno al
gremio de los taxistas. Craso error. Aquella noche aprendí el significado del
término “taxidermia”, que no tiene nada que ver con ningún vehículo a motor.
Pero volvamos al tema que nos
ocupa: mi melón. Gracias a mis amigos y a las tiendas de disfraces de la ciudad
de Oviedo, me estoy haciendo con una colección de pelucas digna de una
exposición en el Caixa Forum. Tengo pelucas de Elvis, estilo siglo XVIII, de
Tina Turner, de payaso, estilo afro, y por supuesto las clásicas pelucas de
putón verbenero. Estas últimas son mis favoritas a la hora de salir a la calle,
por su combinación de alegre colorido y peinado relativamente convencional
(normalmente un bob) que al lado del
tupé de Elvis es mucho más cómodo y discreto. Así que cuando salgo al mundo exterior, normalmente llevo alguna peluca
plasticosa de color fosforito.
Mis pelucas coloridas despiertan
curiosidad e interés entre los habitantes de Oviedín. Yo pensaba ingenuamente
que sería evidente a mis conciudadanos que si llevo semejante pinta es porque
no tengo pelo, y que asociarían peluca a cáncer con poco esfuerzo. Pues no. Yo
no había tenido en cuenta en mis cálculos que cuando salgo a la calle es porque
estoy en un día de los buenos y me encuentro bien, y la gente, al ver a una
joven aparentemente lozana y con el pelo azul, rosa o rojo fosforito, en lo
último que piensa es en quimioterapia. Así que voy por ahí despertando miradas
curiosas, a veces un poco reprobadoras (como cuando fui al banco a hacer no sé
qué y tuve la mala suerte de encontrarme a una empleada con un tipo de palo
especialmente largo y metálico inserto en el trasero), y cotilleos en general.
Eso sí, siempre se me acerca algún niño a manifestarme su aprobación, sobre
todo cuando llevo la peluca azul. Les chifla.
Por desgracia, ir por ahí dando
la nota no siempre me apetece. Casi nunca, de hecho. Prefiero la sana
discreción. Así que el otro día probé la opción II: ir “en tarro”. Aquella
tarde me sentía yo muy empoderada y dispuesta a patear estereotipos
patriarcales. Me imaginaba respondiendo a posibles curiosos cosas como “¿cáncer?
no, es que soy la reina Borg. Baja tus escudos y rinde tus naves. Sumaré tus características
biológicas y tecnológicas a las mías. Tu cultura se adaptará para servirme. Toda
resistencia es inútil.” Pero no fue así, claro. Para empezar, el ovetense
promedio no tiene ni idea de quién coño son los Borg. Lo que sí tienen son una
cosa potencialmente mucho más destructiva: niños.
Los niños parecen tenerlo todo
muy claro, y por eso nos gustan. Pues bien, los mismos niños que aprueban con
sus comentarios chillones mis pelucas de colores pueden ser también muy tajantes
en su censura del no-pelo. Mi encuentro
con el niño censor fue además en una situación un tanto incómoda, de la que no
me podía zafar subiendo el volúmen y apretando el paso cual adolescente huidizo,
porque estaba en plena conversación con una de las personas que iban en el
grupo al que pertenecía el niño en cuestión. Es decir: la típica situación en
la que te encuentras con un conocido y, mientras habláis, los acompañantes
normalmente esperan educadamente a un lado antes de que cada uno siga su rumbo.
Pero esta vez los acompañantes, en vez
de esperar educadamente, mantenían una conversación paralela entre ellos que
giraba en torno a mi persona. Así que yo no sabía si seguir conversando con mi
principal interlocutor (conversación A) o meter baza también en la conversación
paralela (B), ya que ésta se estaba desarrollando en mis narices conmigo como protagonista. La conversación A
era la típica conversación agradable y cordial con persona que no veía desde
hace tiempo, la cual con toda su buena intención me da ánimos y me dice que me
ve estupenda. La conversación B transcurría entre un niño de unos tres años y
su mamá, y era más o menos así:
Niño (ceño fruncido): ¿Quién es
esa?
Mamá: Es Rosa. ¿No te acuerdas de
ella?
Niño: No. ¿Por qué está calva?
(ceño fruncido nivel 2, mirada torva tipo “Qué está pasando aquí y por qué no
he sido debidamente informado”)
Mamá (tono de voz dulzón no apto
para diabéticos): Es porque a veces,
cuando te pones muy malito, se te cae el pelo. Pero ¿a que está guapa igual?
(gracias mami por este último detalle, seguro que dice que sí).
Niño (mirada de incomprensión
absoluta hacia su madre y su manifiesto mal gusto): ¡¡No lo está!! ¡¡Es muy
fea!!
Yo, en pleno acceso de ansiedad
social, me limité a sonreír nerviosamente y balbucir algún comentario torpe tratando
de dar a entender que me parecía un niño riquísimo, mientras mentalmente
dirigía la mirada al cielo suspirando “Ay, Herodes”. Un niño de mierda acababa de dar al traste con
mi discurso antipatriarcal y mi alopécico empoderamiento. Great.
Claro que el problema no era del
niño, que bien por él y su derecho a ejercer la libre expresión y a disfrutar
de las ventajas de su edad, sino mía y de la debilidad de mi propio criterio
estético. Yo quería ir de reina Borg, pero la reina Borg se habría limitado a sonreír malévolamente a la
criatura, pensando en su fuero interno que pronto aquel ser opinante sería
convertido en un zombi biónico servil a los objetivos de la colmena. Por
desgracia no soy la reina Borg. De momento, lo que soy es una persona que no
puede salir a la calle sin llamar la atención de una manera u otra. A no ser
que… A no ser que supere mi aversión a la taxidermia y me compre una peluca
como dios manda, fundiéndome así entre la multitud con mi falso pelazo. Puede
que lo haga.
Hasta entonces, si ven a una
chica bajita con el pelo fosforito, absténganse por favor de hacer comentarios
y sepan que sí, en efecto, soy una bailarina de streaptease y me dirijo a
mi puesto de trabajo a corromper con mis contoneos las mentes puras de vuestros
hijos, padres y esposos, procediendo a continuación a comérmelos vivos. Gracias.